Este libro quiere dar a conocer las auténticas y originarias fronteras políticas de Navarra. El espacio físico sobre el que se desenvuelven las modernas sociedades democráticas, tiene una trascendental valor jurídico-político. La territorialidad, conformada por lo que tradicionalmente ha dado en llamarse fronteras, es la base física sobre la que se ejerce la estabilidad. Las actuales fronteras que delimitan Navarra vienen impuestas. Navarra ha padecido una erosión o parcelación territorial lenta pero continuada, pese a hallarse la territorialidad jurídicamente garantizada por infinidad de tratados internacionales. El inmenso esfuerzo defensivo efectuado por el pueblo navarro a lo largo de generaciones, tampoco obtuvo el resultado deseado.
Las hoy mugas de Navarra nunca han sido fruto de la libre voluntad de los navarros. Ni tan siquiera separan a diferentes pueblos, culturas o lenguas. Sólo son consecuencia de las conquistas padecidas. Los ruinas y paredes de los castillos que todavía se alzan como interrogantes para los que ignoran su origen y función, reflejan los restos de líneas defensivas levantadas frente a la presión violenta de los invasores.
Los territorios hoy configurados como provincias no tuvieron una entidad pública propia como países soberanos, sino que se crearon tras las conquistas como circunscripciones de los Estados gran-nacionales. Son la arquitectura jurídico-administrativa de la dominación.
Los testamentos de los dos más grandes reyes españoles, Carlos y Felipe II, no dejan lugar a dudas sobre la ilegitimidad de la ocupación de Navarra por España: ocupación que fue considerada por Thomas Hobbes como absolutamente injusta y contraria a Derecho.
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Índice
Introducción
I. Las fronteras de Navarra en los tratados internacionales
- I.1. Tratados de federación con Roma. Pag. 21
- I.2. Límites con el Reino Franco. Pag. 23
- I.3. Cartografía de Vasconia. Mapamundi de Saint-Sever. Pag. 29
- I.4. Tratado de límites con el Condado de Castilla en 1016. Pag. 32
- I.5. Sancho III el Mayor no solo no dividió el Estado, sino. Pag. 33
- I.6. Tratado de Támara con Castilla en 1127. Pag. 40
- I.7. Límites fronterizos del Codex Calixtinus. Pag. 41
- I.8. Laudo arbitral de Londres de 1177. Pag. 43
- I.9. La Gesta Regis Ricardi de 1190. Pag. 46
- I.10. Los concilios Generales de la Iglesia. Pag. 46
- I.11. Tratado de Libourne de 1366. Pag. 51
- I.12. Tratado de Blois de 1512. Pag. 53
- I.13. Ratificación de los tratados internacionales por las Cortes Generales. Pag. 54
II. La Navarra norpirenaica
- II.1. La Vasconia independiente al Norte de los Pirineos se llama Navarra. Pag. 56
- II.2. El euskara, el romance gascón y el Derecho pirenaico. Pag. 58
- II.3. La navarridad de Iparralde. Pag. 59
- II.4. la recuperación de la Bigorra en 1265. Pag. 66
- II.5. La territorialidad navarra de Gascuña, recuperada. Pag. 72
III. De Reino a Corona, el ocaso de Aragón
- III.1. La Comunidad cultural de la cordillera pirenaica. Pag. 76
- III.2. Pervivencia del euskara en Aragón y el romance navarro-aragonés-riojano. Pag. 80
- III.3. El Derecho Pirenaico. Pag. 87
- III.4. El folklore. Pag. 91
- III.5. La Iglesia pirenaica y el obispado de Pamplona. Pag. 92
- III.6. Desde la Val d’Onsella. Pag. 99
- III.7. Mirada diacrónica a las relaciones entre navarros y catalanes. Pag. 101
IV. Castilla no consigue asimilar a La Rioja
- IV.1. El euskara es lengua propia de La Rioja. Pag. 104
- IV.2. El euskara en La Rioja desde antes de la época romana. Pag. 105
- IV.3. Preeminencia de los monasterios riojanos en el Reino de Pamplona. Pag. 110
- IV.4. Los tenentes navarros de La Rioja. Pag. 111
V. La Nueva Navarra
- V.1. Una Frontera navarra entre Castilla y Aragón. Pag. 118
- V.2. La antropología, el deporte, el folklore, el arte, la lengua. Pag. 119
- V.3. El derecho de las comunidades vecinales en la cordillera ibérica y sus somontanos. Pag. 120
- V.4. Albarracín. Pag. 123
VI. La Navarra occidental
- VI.1. Del mito de Jaun Zuria y de la realidad del traidor Eneko Lupiz primer señor de Bizkaia. Pag.126
- VI.2. De la Independencia al Señorío. Pag. 131
- VI.3. Sobre la fundación de Bilbao. Pag. 134
- VI.4. Los errores particionistas y provincialistas. Pag. 137
VII. Las interminables conquistas
- VII.1. Conquistas temporales por Castilla del sur de los Montes de Oca en 1054, de Nájera en 1076 y nuevamente de partes de La Rioja. Pag. 148
- VII.2. La conquista de Aragón por el conde Ramón Berenguer IV, el rey Alfonso VII de Castilla y Ramiro II, el Monje, entre 1134 y 1150. Pag. 151
- VII.3. Conquista de la Navarra marítima por Castilla en 1200. Pag. 171
- VII.4. Conquistas por Inglaterra en 1151 y por Francia en 1450 y 1621. Pag. 176
VIII. Testamentos de reyes españoles sobre la devolución en conciencia de Navarra.
- VIII.1. Escrúpulos de conciencia de Carlos V. Pag. 184
- VIII.2. Testamento de Carlos V. Pag. 185
- VIII.3. Testamento de Felipe II. Pag. 185
- VIII.4. Informe de la Junta de testamentarios a Felipe III. Pag.187
Anexos. Pag.193
Bibliografía. Pag. 223
Introducción
Este libro no trata de fronteras étnicas identitarias, lingüísticas o culturales, ni tan siquiera de comunitarias, administrativas, provinciales, estatutarias ni autonómicas. Su objetivo es dar a conocer y divulgar las fronteras políticas de Navarra. Un antecedente se puede hallar en el excelente trabajo de Antonio Ubieto Arteta Las fronteras de Navarra (1953), que hemos tenido presente.
Las sociedades democráticas necesitan ser soberanas y por tanto disponer de su propio Estado, con su sistema jurídico completo; pero ¿qué sentido puede tener ahora hablar de fronteras? Esa es la primera cuestión que se nos plantea. Sin embargo, el espacio físico sobre el que se desenvuelven las modernas sociedades democráticas, tiene un trascendental valor jurídico-político. Así, conceptos sociales como «Soberanía», «Jurisdicción», «Administración» o «Derecho» necesitan una base territorial de ejercicio y aplicación. Es el Estado quien configura las instituciones del conjunto del sistema jurídico por el que se vertebra y rige la sociedad.
La territorialidad, conformada por lo que tradicionalmente se ha dado en llamar fronteras, es la base física sobre la que se ejerce la estatalidad. Ante la disyuntiva de si Navarra es la denominación de una sociedad política estatal o de una comunidad étnico-cultural, la respuesta es evidentemente la primera; aunque éste es el objeto de otros trabajos ya publicados o que se publicarán próximamente.
La realidad es que las actuales fronteras que delimitan Navarra son impuestas. A pesar de hallarse jurídicamente garantizado por infinidad de tratados internacionales y protegido por el inmenso esfuerzo defensivo efectuado por el pueblo navarro a lo largo de generaciones, el Estado navarro ha sufrido una erosión o parcelación territorial lenta pero continuada, producida por el expansionismo militar de los Estados vecinos; así lo reflejan los restos de líneas defensivas levantadas frente a la presión violenta de los invasores y los documentos que han llegado hasta nosotros, algunos de los cuales hemos reproducido en este libro.
Las hoy mugas de Navarra nunca han sido fruto de la libre voluntad de los navarros –ni tan siquiera son separación de diferentes pueblos, culturas y lenguas– sino de las conquistas padecidas. Los muñones, ruinas, paredes de los castillos, todavía se alzan como interrogantes para los que ignoran su origen y función. Los encontramos fuera de los actuales límites de la Navarra reducida y en lugares tan dispares como el de Malmacín (Malvecín) dominando Bilbao, en Grañón (hoy La Rioja), en Zerezo del Río Tirón (hoy Burgos) o en Roita (hoy Aragón).
El llamado Fuero Antiguo (F. G.), que tras el juramento tomado a Teobaldo I el año 1234 se insertó en el Fuero General, encabezándolo, tiene un prólogo que ha sido fuente de toda suerte de tergiversaciones. En primer lugar, hay que dejar claro que dicho texto de ninguna manera es la parte más antigua del F. G., pues se han conservado varias redacciones que son cronológicamente anteriores, y en las cuales no figura nada parecido como introducción. Es altamente probable que la fraudulenta redacción haya sido interpolada muy tardíamente de forma subrepticia.
Todo lo mencionado en dicho texto, sobre la supuesta pérdida de España por los godos frente a los musulmanes, reproduce la impostura expansionista de la historiografía astur-leonesa y castellana, que pretende encontrar la legitimación del poder castellano-leonés en el reino godo, entroncando con la versión de San Isidoro de Sevilla. En la realidad, Vasconia, antecesora del Reino de Pamplona y luego de Navarra, no tiene nada que ver con el Reino de los Godos, son dos realidades políticas, culturales y humanas diferentes, que estuvieron siempre enfrentadas militarmente. «Hispania» es un concepto geográfico en tiempos de Roma que define el territorio de la península ibérica, y sólo a partir de construcciones literarias posteriores, como las de Isidoro de Sevilla o Rodrigo Ximénez de Rada, se planteó la falsa idea de la unidad peninsular, que nunca ha existido, tratando de buscar el monopolio hegemónico de Castilla sobre ese ente geográfico. Además, Vasconia/Navarra ha sido siempre un territorio europeo a ambos lados del Pirineo, y por lo tanto, no constreñido a los límites de la Hispania romana. Para conocer el origen de los límites de Navarra es preciso remontarse a épocas prerromanas y especialmente a los tiempos del Imperio Romano. Como consecuencia de la consolidación política bajo el Estado romano se produjo el reconocimiento jurídico internacional que supusieron los tratados de federación con Roma. Así, desde el siglo II, la parte del País al norte del Pirineo recibió el nombre de Novempopulania, primero formada por nueve circunscripciones y luego con doce. Así, Vasconia, y después Gascuña, limitaba al norte con el río Garona, y al sur de los Pirineos –tras el cambio de denominaciones territoriales de época celta por los nombres vascones y Vasconia–, abarcaba el territorio meridional que coincide a grandes rasgos con las divisorias de aguas entre los ríos Ebro y Duero.
Al producirse el hundimiento del Imperio Romano, la ya firme territorialidad de Vasconia se mantuvo, llegando hasta la actualidad a través de todos los condicionamientos históricos. Así, la sociedad vascona, bajo formas de organización del poder aparentemente diferentes, continuó existiendo independiente respecto a las nuevas realidades de poderes soberanos que la rodeaban y pretendían dominarla.
En el Alto Valle del Ebro –el mismo espacio al que hace referencia Aimeric Picaud en el Codex Calixtinus– ya se observa desde el siglo III un distanciamiento de dicho territorio con respecto a los centros del poder aristocrático existentes en Tarragona. Testimonio de lo cual es la obra del calagurritano Prudencio (siglo V), de marcados tintes priscilianistas, con un modo de vida diferente, que queda reflejado en los yacimientos arqueológicos y en las manufacturas descubiertas.
El distanciamiento de Vasconia se acentuó, y en el siglo VI, tras la caída de Roma, se convirtió en ruptura total, cuando la aristocracia romana de Hispania abandonó la comprensión universal de Roma para acomodarse al pensamiento étnico del pueblo visigodo.
Mientras, Vasconia-Aquitania, fiel a Roma, se considera continuadora de la universal legitimidad romana y de su Derecho, y queda rodeada de pueblos bárbaros que quieren reemplazar el tradicional statu quo europeo. Testimonio de ello es el papel de Eudón el Grande, llamado por el Papa «príncipe romano». Todavía en el año 1000 los dirigentes de Vasconia se consideraban romanos. El diccionario glosario escrito el año 964 en el monasterio navarro de San Millán de la Cogolla, con 20.000 artículos y más de 100.000 acepciones, refleja esa cultura universal, europea y greco-latina.
Lo que no podían soportar los enemigos del Estado vascón es que, aún siendo cristianos sus naturales, tuviesen su propia soberanía con su legitimidad e instituciones, así como una lengua y cultura diferentes, y que además no se dejasen asimilar. Un testimonio ejemplar de ello es el citado Codex Calixtinus.
Vasconia, tras siete siglos de integración en el Imperio Romano, se vio obligada a salir al frente de las agresiones de los nuevos pueblos germánicos. Durante tres siglos (VI, VII y VIII) consiguió confirmar su independencia, ante los continuos intentos de conquista, fundamentalmente de visigodos y francos. La llegada de los ejércitos musulmanes trastocó el equilibro militar logrado, aumentando las dificultades defensivas que suponían tener que luchar simultáneamente en dos frentes. Situación que no era nueva, y que a partir de entonces sería una constante.
En estas difíciles circunstancias se produjo en el año 732 la derrota del ejército vascón mandado por Eudón el Grande, a manos de los francos, por lo que en los territorios vascones dominados por estos aparecen formas de poder supeditadas al rey de los francos, pero sólo aparentemente.
Los Condes de Vasconia se vieron obligados a someterse al Reino Franco, aunque su fidelidad siempre fue inestable y superficial. A la primera oportunidad la rompían, exhibiendo su independencia. El Códice de Roda, del siglo X, refleja la soberanía territorial de Vasconia, al colocar en preeminencia al Reino de Pamplona sobre los condados de Gascuña, Aragón y Pallars. Sancho III, el Mayor, al igual que Eudón el Grande, era soberano de toda Vasconia, de tal manera que el Conde de Gascuña, Guillermo Sancho, era vasallo suyo.
Tras las invasiones inglesa y francesa de Gascuña en 1151 y 1212, respectivamente, se produjo un cambio interno en la correlación de fuerzas entre los poderes políticos pirenaicos. En la parte occidental emergió el Vizcondado de Bearne y en la oriental el Condado de Foix. Ambos reemplazarán la hegemonía que hasta entonces habían tenido los condes de Gascuña y de la occitana Toulouse, fagocitados por los poderes inglés y francés cada uno de ellos.
La fusión de Foix y Bearne, a partir de 1290, reconstruirá de nuevo el poder político soberano de la Vasconia norpirenaica, que durará hasta 1607, fecha del asesinato de Enrique III de Navarra y IV de Francia. Así, el conde de Foix, y a la vez vizconde soberano de Bearne, compite con el rey de Navarra por convertirse en el soberano del Estado pirenaico, proyecto que se conseguirá llevar a efecto tras la unión de Navarra con Bearne-Foix.
Desde la época romana, el poder político estatal por antonomasia del área pirenaica pasó por las cuatro fases siguientes:
1) siglos VI, VII y VIII (504 a 824) como Vasconia;
2) siglos IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI y XVII (824 a 1620) como reino europeo de Pamplona o de Navarra;
3) siglos XVII, XVIII y XIX (1620 a 1841) como reino europeo de Navarra dividido entre España y Francia;
4) siglos XIX, XX y XXI (1841 a 2002) con la negación de la soberanía estatal navarra por los Estados gran-nacionales ocupantes español y francés.
Es decir, sólo en la última fase (1841-2002) se ha ignorado de forma absoluta la existencia estatal de Navarra por parte de España y de Francia.
Es probable que desde muy antiguo, ante la presión exterior, se hubieran firmado acuerdos de delimitación territorial cuyo contenido literal no se ha conservado. Roma acordaba con ciudades y pueblos tratados de federación que eran considerados como textos jurídicos sagrados.
El mapa político más antiguo que se conoce de Vasconia se dibujó hace mil años en el monasterio vascón de Saint-Sever, en las Landas, con el nombre de «Wasconia», que es la grafía utilizada en los documentos de influencia lingüística franca y que después evolucionará como «Gasconia», «Gascuña».
La delimitación del territorio vascón en dicho mapa es precisa: al norte el río Garona, al este la Provenza, al oeste el Atlántico y los Astures y al sur Cantabria (Castilla).
Los reyes navarros de la dinastía aragonesa (1076 a 1134) –Sancho Ramírez, Pedro I y Alfonso I– descendientes de Ramiro, primogénito e hijo natural de Sancho III el Mayor, consiguieron mantener y recuperar la parte del reino ocupada por los castellanos tras el magnicidio de Sancho el de Peñalén, en 1076.
Algunos historiadores han manipulado la realidad queriendo hacer ver que Aragón se apoderó del Reino de Pamplona. Lo que ocurrió fue bien distinto. Aragón constituía la parte oriental del territorio vascón, con mayor o menor amplitud, siendo sus habitantes, originariamente, también denominados vascones o navarros. Formaba parte genuina y sustancial del Reino de Pamplona, como lo acreditan los documentos y acuerdos firmados. Por ello, al producirse el magnicicio de 1076 y la convulsión política consiguiente, se sentó en el trono de Pamplona Sancho Ramírez, nieto de Sancho III el Mayor, con pleno derecho y legitimidad.
Sancho Ramírez, al igual que su padre Ramiro I, había gobernado Aragón como régulo, cuasi rey, en el Reino de Pamplona. Por eso, cuando promulga el Fuero de Jaca en 1076 se intitula aragonensium et pampilonensium rex («rey de los pamploneses y de los aragoneses»), conservando su nombre de origen familiar. Aquellos aragoneses eran tan vascones y navarros como los de Zangoza (Sangüesa) o Tafalla. De ahí la igualdad jurídica, lingüística y cultural existente en el actual Alto Aragón y la Navarra reducida, porque son un mismo pueblo y una misma nación; aunque políticamente se iniciara una división en 1134, como consecuencia de la guerra civil promovida por Barcelona, Castilla y la Iglesia.
Las familias de Fueros dictados tenían el propósito de repoblar el territorio mediante la atracción de vascones norpirenaicos –muchos de ellos de lengua romance, gascones y occitanos–, para que habitaran los nuevos burgos. Obedecían a una política económica y demográfica que buscó la recuperación y el desarrollo urbano como complemento del mundo rural subsistente.
El fenómeno de creación de ciudades tuvo como finalidad contrarrestar el gran crecimiento urbano en el espacio musulmán, así como un necesario complemento de la sociedad rural, limitada en sus intercambios por la desaparición o suma debilidad en la que paulatinamente habían caído las ciudades desde la época del Imperio romano; complementariedad de los ámbitos rural y urbano, que tan fructífera fue durante la época romana.
De esta manera, la monarquía pamplonesa pretendía contrarrestar el peso que en el mundo rural tenían las comunidades vecinales, los «ricos-homes» y los monasterios.
Aimeric Picaud –seudónimo que parece ocultar a personajes de la aristocracia eclesiástica– con su obra-libelo Codex Calixtinus preparó a la opinión europea, al modo de las actuales campañas de intoxicación mediática, para una agresión definitiva contra Navarra. Castilla y Barcelona, con la colaboración de la Iglesia oficial, la pusieron en marcha tras la muerte en extrañas circunstancias del rey Alfonso I el Batallador en septiembre de 1134, desencadenando operaciones militares de forma simultánea. El largo proceso bélico concluyó en 1620, con la ocupación militar francesa de la Navarra que permanecía independiente al norte de los Pirineos.
El mencionado texto se muestra como un compendio de manipulación política, histórica, antropológica y cultural, a pesar de la idílica versión que del mismo se da, citando anecdóticamente las groserías adjudicadas a los navarros como si se tratara de inofensivas citas de tinte costumbrista y folclórico. En su conjunto, es un panfleto coherente, cuyo objetivo es el desprestigio del Estado de los navarros, con clara intencionalidad política. El libro obedece a un plan para acabar con el reino pirenaico, perfectamente urdido desde los centros de poder de la cristiandad europea, tal como lo confirman los cánones del Concilio III de Letrán del año 1179 –que se reproducen en el capítulo I.10.
Los territorios configurados hoy como provincias no tuvieron una entidad pública propia como países soberanos. Sino que, tras las conquistas, fueron creadas como circunscripciones de los Estados gran-nacionales. Son la arquitectura jurídico-administrativa de la dominación.
Uno de los ejemplos de la grosera desnaturalización impuesta por el nacionalismo del estado ocupante la encontramos hoy en el territorio donde se encontraban los monasterios en los que se comenzó a escribir en romance navarro-aragonés. La «intelectualidad» nacionalista española, con enorme difusión mediática y propagandistica, le adjudica el «sambenito» de ser nada menos que la cuna del español. Sin embargo, la lectura de aquellos textos demuestra que no es castellano lo que allí se escribió, sino romance navarro-aragonés, cuyo tono fonético nos ha llegado en la lengua que hoy se habla, en la toponimia y en la onomástica. Casi todos ocultan que aquellos códices fueron escritos por naturales, monjes vascohablantes que también dejaron en los márgenes comentarios en su lengua materna, la lingua navarrorun, y que constituyen el primer documento escrito de la misma. No está de más recordar que es en La Rioja donde se encuentran las lápidas de época romana con los nombres vascos conocidos más antiguos al sur de los Pirineos.
La influencia de criterios estratégicos en las actuales fronteras impuestas se constata en muchos lugares. Así, en el flanco sur se aprecia cómo, al retirar en el siglo XIX la jurisdicción administrativa castellana sobre La Rioja, mantuvieron en la órbita castellana las cabeceras de los ríos Jubera, Leza e Iregua, los pueblos de Yanguas y Montenegro que pertenecen a la cuenca del Ebro; desde Soria mantuvieron el control administrativo sobre la vertiente norte de la cordillera Ibérica; igual ocurre en la tierra de Belorado, valle de San Vicente y los ríos Tirón y Oca respecto a Burgos; al norte de la sierra de Cantabria permanece el enclave de Treviño, dependiente de Burgos; al norte de la cordillera pirenaica Urdax, Zugarramurdi, Aldudes (Quinto Real) y Luzaide (Valcarlos). El valle de Aran, en la cabecera del río Garona, es otro ejemplo de este planteamiento estratégico, lo mismo que Sos, en la Valdonsella. San Vicente de la Sonsierra, al norte del Ebro, es un ejemplo de cabeza de puente al otro lado del río.
Si tenemos como punto de comparación cualquiera de los signos que caracterizan la cultura de la sociedad navarra, comprobaremos que aparecen en todos los territorios circundantes, en un radio que llega hasta distancias de doscientos kilómetros desde Pamplona-Iruña. Manifestaciones como el euskara hablado o fijado en la toponimia y en la onomástica, al igual que el romance navarro y gascón (vascón), el derecho consuetudinario, el arte, la arquitectura, el folclore, las costumbres, la gastronomía, la pelota, los deportes rurales o los juegos.
Sin embargo, estas pruebas de pertenencia a una misma área cultural, son utilizadas por la cultura oficial impuesta para hacerle creer a la ciudadanía que su sociedad no es diferente ni original. Por ejemplo, el juego de la pelota lo califican de «españolísimo deporte», porque se juega en lugares como La Rioja, el norte de Soria y el Sistema Ibérico. Pero esto es, precisamente, la prueba de lo contrario, porque esos territorio fueron Navarra, y la imposición de nuevas fronteras no sólo no conllevó una desaparición de la población autóctona, sino que, incluso, se produjo un efecto de atracción de parientes y convecinos, que absorbieron un flujo de emigración de la Navarra reducida durante siglos. Muestra evidente es la pervivencia en los censos actuales de numerosos apellidos navarros que se mantienen desde entonces.
La intensa y profunda acción falsificadora de la historiografía gran-nacional española y francesa ha conseguido barrer del conocimiento de los ciudadanos la existencia milenaria de la sociedad política firmemente asentada en el área circumpirenaica. Su antigüedad y continuidad a lo largo de los siglos es muy superior en el ámbito europeo a las artificiosas construcciones de los Estados gran-nacionales de España y Francia.
Vasconia se remonta a los primeros testimonios escritos, reflejados en las monedas batidas en las cecas de Iruña a comienzos del siglo II antes de Cristo. La romanización supuso la consolidación sociopolítica de Vasconia, todo lo contrario que para los pueblos prerromanos circundantes.
Vasconia estuvo plenamente integrada en la vida política de la Europa romana durante setecientos años, y durante otros trescientos enfrentada a los nuevos poderes germánicos, visigodos y francos sobre todo, surgidos tras la caída de Roma. Tras este milenio de andadura, a partir del año 824 surgió en su seno el Reino de Pamplona, después llamado de Navarra, que durará hasta el año 1841.
Es decir, dos mil años de pervivencia política, frente a los últimos ciento sesenta años de negación de la realidad estatal de Navarra. En estos dos mil años se sucedieron periodos de disgregación y de reunificación, cuya panorámica trataré de reflejar de forma concisa.
El primer periodo de Vasconia, enfrentado a visigodos y francos, ocupó desde el siglo VI al VIII, inclusive, y continuó como Reino de Pamplona hasta la muerte de Alfonso I el Batallador, en 1134. Fue en el siglo XII cuando se produjeron desagregaciones en el poder político pirenaico, pero dando lugar a la formación de nuevos núcleos: Bearne, Foix y Labrit. La unificación de los dos primeros en 1290 y la de Labrit y Navarra en 1481 supuso la reunificación del poder político pirenaico bajo la corona de Navarra durante la Edad Moderna. Unidad que se refleja en los cuatro cuarteles de su escudo estatal: el primero ocupado por Navarra, el segundo por Foix, el tercero por Bearne y el cuarto por Labrit; orden que obedece a las normas heráldicas.
Cada uno de los cuatro cuarteles simbolizan el poder en un área pirenaica determinada. Navarra (con la cabecera del Ebro y la costa) en el occidente de la cordillera, y Foix en su parte oriental (incluido Andorra), Bearne en la parte central del norte (con Bigorra y otros territorios) y Labrit en las Landas.
El escudo de Francia, desde 1590 hasta 1789, está compuesto por dos cuarteles; el de la izquierda con las flores de lis de Francia, y el de la derecha con el carbunclo cerrado de Navarra.
El escudo imperial español, cuando la hay, reduce la presencia de Navarra a la mínima expresión, y el actual escudo de España, de apenas cien años, coloca el escudo de Navarra en último lugar, lugar opuesto al que ocupaba en el Estado pirenaico propio.
Al abandono, el maltrato o la indiferencia dedicada a muchos monumentos fundamentales de nuestra historia, se une la tergiversación interesada con la que son estudiados, como si los actuales límites territoriales impuestos, fruto de la violencia, tuvieran la propiedad de eliminar la raíz navarra de los territorios ocupados, y hoy fuera de los límites de la Navarra reducida. Sin embargo, todavía en algunos, como el Mausoleo Real de Nájera o los archivos públicos de todos los Pirineos (arrinconados y sin difundir) quedan manifestaciones de los emblemas del Estado pirenaico.
Los testamentos de los dos más grandes reyes españoles, Carlos I y Felipe II, no dejan lugar a dudas sobre la ilegitimidad de la ocupación de Navarra por España, llegando ambos a plantear la devolución de los territorios ocupados. A éste respecto, podemos citar al contemporáneo Thomas Hobbes, que calificó dicho acto de dominación como absolutamente injusto y contrario a Derecho.
La conquista y dominación de otros pueblos era considerado por algunos teólogos y canonistas como el mayor crimen contra la humanidad, por lo que era normal que las conciencias de dichos reyes no estuvieran tranquilas, más teniendo en cuenta que estos delitos no prescriben.